Aún recuerdo a mi hijo cogiendo la arena de la playa a puñados y llevándosela a la boca, como si en vez de manos tuviera palas. Y cómo daba vueltas, saltaba las olas y guardaba piedrecitas y caracolas en el cubo como si fueran magníficos tesoros. La primera vez que pisó la playa, se quedó petrificado, con los pies hundidos hasta los tobillos, señalando aquella alfombra fina y blanda que aún no había pisado. Me hubiera gustado estar en sus ojos, sus oídos, sus manos. Porque él, como nosotros, seguramente olvide con los años ese momento tan mágico... ¿o no?
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