Estoy en un momento del crecimiento de mis dos hijas mellizas en el que, o me siento a deleitarme entre risas con sus divertidas conversaciones surrealistas e imaginativas, o me pongo unos cascos insonorizados, de esos grandes y acolchados que se llevaban en los 80 y que tanto veo a los chavales en la calle últimamente. Y es que su relación oscila entre el amor y el odio a partes iguales.
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